En ocasiones enseñamos con pocas muestras de afecto, sin ser conscientes de todos los beneficios que aporta el amor a la hora de educar.
Una de las cosas que más recuerdo de mi infancia es la suerte que tuve al recibir muchos abrazos. No fui una niña besucona y siempre recurrí a este gesto para expresar mi cariño o pedir aliento. Conservo en mi memoria cómo me los daban mis padres, hermanas, tíos o abuelos cuando las cosas se torcían y necesitaba que me mimasen. Cómo esas muestras de cariño calmaban mi alma, acompañaban mis emociones sin juicios o me animaban a seguir intentándolo. Parecía que durante esos instantes el tiempo se detenía y los problemas se hacían mucho más pequeños. No hacía falta pedírselos, ellos siempre sabían cuándo dármelos y no necesitaban sumarles palabras para que hiciesen su efecto, especialmente aquellos días donde parecía que las fuerzas del firmamento se habían conjurado en mi contra. Pero también aprendí que podía pedir los abrazos sin miedo o vergüenza.
Dicen que el abrazo es el único traje que se amolda a todos los cuerpos, el mejor compañero de los triunfos y los fracasos. Desde que soy madre son parte imprescindible de mi acompañamiento, de mi empatía hacia mis hijos y de mis muestras de afecto. En ocasiones enseñamos con pocas muestras de cariño, sin ser conscientes de todos los beneficios que aporta el amor a la hora de educar. Buscamos metodologías innovadoras que nos acerquen a un mejor rendimiento académico olvidando cuidar la emoción, el apego y las muestras de amor.
Nos obsesionamos con que nuestros hijos aprendan muchos contenidos o sepan diferentes idiomas y, sin subestimar este aspecto, olvidamos realmente aquello que les va a hacer crecer felices. Hemos llenado nuestros hogares de tecnología capaz de conectarnos e interactuar con personas de cualquier punto del mundo, pero que nos aleja estrepitosamente de las que tenemos más cerca. Ojalá fuésemos capaces de poner de moda la pedagogía del abrazo. La más sencilla de todas, basada en la comprensión, la afectividad y el cariño por doquier.
Y que está cargada de paciencia, de ternura y arrumacos. Donde los abrazos, acompañados de besos y miradas que alienten, se conviertan en el mejor medio para educar. Utilizando el lenguaje de las emociones que susurra desde el interior, ese que explica todo lo que nos transita por dentro, que nos permite conocernos y aceptarnos. Ese idioma que protege, que crea vínculos, que espanta el miedo. Que motiva y nos ayuda a querernos. Que construye puentes, cura heridas y acerca posturas.
Un niño con un desarrollo afectivo y emocional adecuado será una persona adulta más segura, empática y feliz. Tendrá una mayor capacidad de autocontrol y tolerancia a la frustración.
Existen tantos tipos de abrazos como personas, como circunstancias, como necesidades. Amo esos abrazos que hacen que las tristezas se vayan del cuerpo, que liberan, que cicatrizan heridas, que reparan lo que está a pedazos. Que acarician las penas, espantan fantasmas, acercan distancias y detienen el tiempo. Repletos de seguridad y nuevos motivos para volver a empezar. Esos que alargan las oportunidades y abrigan los sentimientos. Que conectan emociones, comparten madrugadas y sintonizan sueños.
Y tienen un poder casi medicinal: inyectan energía, rescatan esperanzas y se convierten en grandes aliados ante el error. Facilitan la comunicación afectiva, el sentimiento de pertenencia y la comprensión. Nos ayudan a fortalecer vínculos, a regalar consuelo, a educar desde el respeto y la comprensión.
En la educación faltan abrazos
Creo que en la educación faltan abrazos que arropen, que contagien esperanza, que acaricien las dificultades y regalen fortaleza. Muestras de amor que generen compromisos, que faciliten la comunicación afectiva, que ayuden a vivir en el aquí y el ahora. Gestos que diseñen caminos, que enseñen a entender el mundo que nos rodea, que empoderen.
Me gustan los que provocan sonrisas, comparten victorias, reinician por dentro. Llenos de mensajes, confidencias y de serenidad. Que engrandecen los deseos, cargan de optimismo y se vuelven eternos. En casa utilizamos diferentes tipos de abrazos.
- Está el abrazo de oso polar, consolador, cariñoso, que persigue animar y que quien lo recibe sienta que puede contar contigo. Un abrazo cargado de seguridad, apoyo y reafirmación.
- El abrazo de pingüino es corto y juguetón, donde las mejillas se juntan y con él la risa está asegurada si se acompaña con una buena dosis de cosquillas. Abrazo para compartir en momentos distendidos y reconfortantes.
- El abrazo volador, mi preferido, es aquel que nos dan nuestros hijos cuando echan a correr con ímpetu al vernos llegar. Abrazo lleno de magia, ilusión, espontaneidad y sorpresa. Cortos pero muy intensos.
- El abrazo zen: aquel que te llena de energía y te recarga las baterías. Un abrazo sublime, largo, abierto, tranquilo, agradecido y genuino; dado en silencio.
Llenemos nuestra educación de presencia y disponibilidad, de apego seguro y un acompañamiento emocional que haga sentir a nuestros hijos únicos. Una relación basada en el respeto mutuo y la pertenencia, convirtiéndonos en adultos significativos que cuiden y protejan, amables y firmes al mismo tiempo. Que sepamos valorar el esfuerzo y enseñemos a aceptar el error como parte imprescindible del aprendizaje.
Plaguemos nuestras casas y aulas de abrazos que les hagan sentir especiales y afortunados. Que les recuerden a diario que estamos a su lado sin condición, creando un vínculo cómplice y sincero, ayudándoles a superar los tropiezos. Como decía un sabio vietnamita: “Un abrazo sincero es la mejor manera de decir te quiero”.
Fuente: Prof. Sonia López Iglesias/ elpais.com